Conocí a Édgar Omar Avilés
por su cuento Rasabadú: buceaba
internet en busca de escritores de literatura fantástica en México para
proponerles la creación de una novela para una colección juvenil; al tropezar
en Rasabadú, le escribí. Creo que la
primera vez que lo leí fue en 2007. Y ese personaje, un dragoncito de papel, se
me quedó incrustado en algún lugar del alma.
Durante años no me decidí a
publicarlo en formato de libro álbum y eso que, como un viejo amigo que de vez
en cuando pasa a saludarte, Rasabadú venía a verme cada tres semanas con toda
su carga de preocupaciones. Rasabadú hubiese querido volver a ser el dragoncito
despreocupado que antaño repetía las noticias de la radio sin acabar de entender
de qué iban (la muerte del rey, el desplome de la bolsa de valores, la
sobredosis del cantante de los coranzocitos brutalizados…), pero no podía.
Rasabadú se consumía y sigue consumiéndose a día de hoy en una duda
interminable que le marchita.
Fue hasta hace unos meses que
coincidí con Cristina Sitja Rubio y pensé que por fin había llegado el momento
de publicar este cuento. Lo que me fascinó de Cristina fue la vitalidad y la
fuerza empática de sus criaturas, tan disparatadas, vivas y entrañables como
para ir llenando la imaginación del observador. Así que Cristina se puso manos
a la obra para plasmar en punta seca el dragón Rasabadú y su historia.
Rasabadú vive en un sótano,
ese sótano es su mundo. Las manos que lo crearon desaparecieron hace ya mucho
tiempo y sin embargo allí sigue el dragoncito. El cuento sugiere que el velador
que tan cuidadosamente se enfrentó a los complejos dobleces que dan vida a un
dragón de origami abandonó esta vida de manera voluntaria.
Ahora que me paro a pensar en ello, de alguna manera Rasabadú fue la proyección de un hombre que quizás en sus vigilias nocturnas se aburría un poco, de un hombre preciso, que mataba el tiempo componiendo una compleja figura de origami. Un dragón. Rasabadú como la proyección del hastío vital de un personaje desconocido.
Rasabadú, generado por una
espera indefinida. Rasabadú es inocencia en un principio, pero –al convertirse
en duda por culpa de la gotera que le causa un resfriado– se transforma a se
vez en espera que aspira a hacerse indefinida.
Pero una vida que se consume
en la espera, en el miedo de tomar una decisión y de posicionarse o enfrentarse
a la realidad (a lo que hay) no es vida, es como el lento mecerse del barco de
George Gray en el puerto. George Gray es uno de los muertos que nos hablan
desde el cementerio de Spoon River –Edgar Lee Masters, 1915–. En su lápida han
esculpido un barco anclado en el puerto con las velas recogidas. Ese puerto no
representa su destino, sino su vida. George Gray es un barco con miedo de
hacerse a la mar. Un hombre con miedo a vivir es como un barco que no se
resuelve a zarpar. Un barco que no navega ¿qué barco es?
Rasabadú era feliz, inmune a todo problema existencial. Y disfrutaba de la vida en su mundo, un sótano poblado por ratas, tarántulas, escarabajos, moscas y animales de todo tipo. La tarántula sin embargo había introducido una primera sospecha, amenaza, en el oído del dragón al recordarle que, el día que el fuego que vivía en su barriga se despertara, Rasabadú acabaría con el mundo tal como lo conocían los habitantes del sótano.
Ningún problema, dijo
Rasabadú, él no se resfriaría nunca y, por lo tanto, jamás estornudaría… Pero
¿cómo controlar los avatares de la existencia? Así que, a partir del día en el
que unas goteras le caen en el hocico, Rasabadú empezará un proceso de contención,
votando todas sus energías a bloquear la llegada del estornudo fatal.
Como en toda buena comunidad, la gente habla y hace cábalas, así lo hacen los insectos reunidos en el suelo del sótano, como en la plaza de un pueblo. Rasabadú le da vueltas en su fuero interno a la situación: a lo mejor los demás lograrán huir, pero él ¿cómo podrá escapar de sí mismo? Cuando estornude y salga una llamarada, será el fin de Rasabadú.
Cabe la posibilidad de que, como está hecho de papel, estornude confeti, aun así: ¿quién se atreve a hacer la prueba?
Rasabadú no, desde luego. El
dragoncito prefiere entrar en una modalidad de vida reducida, con tal de
aplazar el momento de la verdad. El choque será inevitable, pero mientras tanto
(con tal de sobrevivir), se adapta uno a reducir expectativas. ¿Cuántas veces
pasa eso en la vida de una persona? ¿Cómo salir de una situación incómoda,
insatisfactoria, pero conocida, que se ha solidificado tanto como para
convertirse en una base de apoyo irrenunciable?
Lo digo como lectora que se
refleja en el propio dragón y en su deseo exasperado de salvación. Lo digo como
lectora que por experiencia personal comprende lo difícil de un salto al vacío.
Y sin embargo, aspira a hacerse a la mar.
En el caso de Rasabadú la
situación parece más clara. Lo suyo parece no tener remedio, más allá de una
acto de valentía que lo lleve a enfrentarse con la realidad. Después de eso,
que pase lo que tiene que pasar.
Pero, claro, es que Rasabadú es el cuento, es la historia. Una historia que, desde la primera vez que la leí, me dejó cierta inquietud en la cabeza, me dejó con reflexiones y sugerencias inasibles. Allí estaban.
Adoraba la historia, pero no acababa de saber el porqué. No acababa de resolverme a interpretarla. Tampoco la había interpretado en el momento en el que me decidí a publicarla, ni cuando Cristina entregó los originales o entramos a imprenta. La publiqué porque sí, porque en algún momento tendría que hacerlo.
Hasta que un día,
precisamente el 30 de octubre de 2014 a las 20:07 minutos, presentando este
libro y El intruso en la librería
Abracadabra en Barcelona, lo vi claro. Rasabadú es la persona que acaba de
descubrir en sí misma la raíz del mal. Es Dexter que decide canalizar sus
pulsiones en una dirección concreta, o es más simplemente alguien que encuentra
en lo más profundo de su yo un credo y unas aspiraciones en total contraste con
las de su propia familia, su educación y el mundo tal como lo ha conocido hasta
ese momento. Y se oculta.
Por eso ni piensa en el mundo
exterior, ese mundo que sin embargo las moscas le dicen que han visitado, ese
mundo no existe, tan solo está su familia a la que está punto de abrasar. Ay,
Rasabadú es hijo de un acto de creación mágica, por esa razón, ¿cómo puede
saber que, aunque la revelación de su personalidad lo reduzca en cenizas, de su
nuevo yo no nacerá otra criatura? Rasabadú puede ser la criatura que teme haber
descubierto la raíz del mal en sí misma, pero puede ser también la criatura que
tan solo se ha revelado otra respecto al ámbito familiar en el que se ha
criado. Ahí reside el problema.
¿Te marchitarás en la espera
y la angustia, o te enfrentarás a la revelación de tu identidad? Podrías
quemarte, pero también descubrir que hay otro mundo al lado. Podrías incluso
agudizar tu ingenio y estornudar en una poza de agua para atenuar la explosión.
Y cada posibilidad delante de Rasabadú corresponde a una de las muchas
interpretaciones que se le pueden dar a la esencia de este personaje y de su
historia.
¿Por qué Rasabadú acaba como
acaba? Porque así lo pensó Édgar Omar Avilés, claro está, pero porque así tiene
que ser incluso un libro que se propone como álbum para niños. La esencia de
Rasabadú y su empatía residen en su drama (un drama diminuto, tamaño de un
dragoncito de papel, y sin embargo un drama total, tan grande como el mundo).
El lector puede reconocer en su angustia su propia angustia, al mismo tiempo
puede objetivarla, alejarla de sí mismo al proyectarla en un pequeño ser de
papel.
El pobre Rasabadú se
convierte en un símbolo y, a partir de su irresolución, cada cual (tal como
hacen las moscas, los escarabajos y las ratas) puede hacer sus cábalas y pensar
en el valor de las cosas… Cuando se crece y uno deja atrás el niño que era, a
veces no se reconoce a sí mismo. Hay que dar un salto.
Ahora que el libro está
publicado en formato de álbum, ahora que el sótano tiene una geografía precisa
de cajas apiladas, pozas, humedades, plantas abandonadas y mesa a la que ya no
se sentará nadie, cuando leo la historia de Rasabadú, me siento un paseante
atraído por una ventanas con los cristales rotos a ras del suelo, la ventana de
un semisótano. Allí me asomo y observo el drama de Rasabadú y pienso en los
pasos que todavía me quedan por dar.
Rasabadú es un amigo muy
querido, Rasabadú está siempre allí, cerca, en la habitación de al lado.